domingo, 7 de marzo de 2010

AFRODITA, de Isabel Allende (Fragmento)

Bajo el mantel, las rodillas se rozan por azar y ese contacto, casi imperceptible, los golpea como una corriente poderosa; una llamarada iracunda sube por los muslos y enciende los vientres. Nada cambia en sus posturas, pero el deseo es tan intenso, que puede verse, palparse, como una niebla caliente borrando los contornos del mundo circundante.

Sólo ellos existen.

El mesonero se acerca para escanciar más vino, pero no lo ven. Tiemblan. Ella levanta el tenedor, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él adivina el sabor de su saliva y la tibieza de su aliento, siente la lengua de ella moviéndose en su propia boca como un molusco sofocante y terrible. Se le escapa un gemido que, de inmediato, disimula tosiendo con discreción y llevándose la servilleta a la cara.

Ella tiene la vista fija en la última ostra del plato de su compañero, una vulva hinchada, palpitante, indecente, mojada de leche oceánica, síntesis de su propio desvarío. Nada revela la turbación de ambos. En silencio cumplen con decoro, paso a paso, los ritos precisos de la etiqueta; pero no oyen las notas del pianista animando la noche desde un rincón del salón palaciego, los aturde el estrepitoso huracán del deseo en sus pechos.

Fuerzas primitivas se han desencadenado: tambores y jadeos de guerra, un soplo de selva, de humus, de nardos podridos insinuándose a través del aroma delicado de la comida y el perfume femenino; imágenes de carne desnuda, de abrazos crueles, de lanzas inflamadas y flores carnívoras. Sin tocarse, el hombre y la mujer perciben el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus cuerpos en el acto de la entrega y del placer, las texturas de la piel y el cabello aún desconocidas; imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas por nadie, caricias íntimas y atrevidas que inventarán sólo para ellos.

"Tu más Profunda Piel", de Julio Cortazar

Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas y la mía -sábelo, allí donde estés- es el perfume del tabaco rubio que me devuelve a tu espigada noche, a la ráfaga de tu más profunda piel. No el tabaco que se aspira, el humo que tapiza las gargantas, sino esa vaga equívoca fragancia que deja la pipa, en los dedos y que en algún momento, en algún gesto inadvertido, asciende con su látigo de delicia para encabritar tu recuerdo, la sombra de tu espalda contra el blanco velamen de las sábanas.

No me mires desde la ausencia con esa gravedad un poco infantil que hacia de tu rostro una máscara de joven faraón nubio. Creo que siempre estuvo entendido que sólo nos daríamos el placer y las fiestas livianas del alcohol y las calles vacías de la medianoche. De ti tengo más que eso, pero en el recuerdo me vuelves desnuda y volcada, nuestro planeta más preciso fue esa cama donde lentas, imperiosas geografías iban naciendo de nuestros viajes, de tanto desembarco amable o resistido de embajadas con cestos de frutas o agazapados flecheros, y cada pozo, cada río, cada colina y cada llano los hallamos en noches extenuantes, entre oscuros parlamentos de aliados o enemigos. ¡Oh viajera de ti misma, máquina de olvido! Y entonces me paso la mano por la cara con un gesto distraído y el perfume del tabaco en mis dedos te trae otra vez para arrancarme a este presente acostumbrado, te proyecta antílope en la pantalla de ese lecho donde vivimos las interminables rutas de un efímero encuentro.
Yo aprendía contigo lenguajes paralelos: el de esa geometría de tu cuerpo que me llenaba la boca y las manos de teoremas temblorosos, el de tu hablar diferente, tu lengua insular que tantas veces me confundía. Con el perfume del tabaco vuelve ahora un recuerdo preciso que lo abarca todo en un instante que es como un vórtice, sé que dijiste " Me da pena, y yo no comprendí porque nada creía que pudiera apenarte en esa maraña de caricias que nos volvía ovillo blanco y negro, lenta danza en que el uno pesaba sobre el otro para luego dejarse invadir por la presión liviana de unos muslos, de unos brazos, rotando blandamente y desligándose hasta otra vez ovillarse y repetir las caída desde lo alto o lo hondo, jinete o potro arquero o gacela, hipogrifos afrontados, delfines en mitad del salto. Entonces aprendí que la pena en tu boca era otro nombre del pudor y la vergüenza, y que no te decidías a mi nueva sed que ya tanto habías saciado, que me rechazabas suplicando con esa manera de esconder los ojos, de apoyar el mentón en la garganta para no dejarme en la boca más que el negro nido de tu pelo.

Dijiste "Me da pena, sabes", y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos, con labios que trazaban una flor de lentos pétalos. Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado. Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica. Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel, que descendí volcándote hasta sentir tus riñones como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos con el ritmo de la ofrenda; en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá, desde tu país de arriba y lejos, murmuraba tu pena una última defensa abandonada.

Con el perfume del tabaco rubio en los dedos asciende otra vez el balbuceo, el temblor de ese oscuro encuentro, sé que una boca buscó la oculta boca estremecida, el labio único ciñéndose a su miedo, el ardiente contorno rosa y bronce que te libraba a mi más extremo viaje. Y como ocurre siempre, no sentí en ese delirio lo que ahora me trae el recuerdo desde un vago aroma de tabaco, pero esa musgosa fragancia, esa canela de sombra hizo su camino secreto a partir del olvido necesario e instantáneo, indecible juego de la carne oculta a la conciencia lo que mueve las más densas, implacables máquinas del fuego. No eras sabor ni olor, tu más escondido país se daba como imagen y contacto, y sólo hoy unos dedos casualmente manchados de tabaco me devuelven el instante en que me enderecé sobre ti para lentamente reclamar las llaves de pasaje, forzar el dulce trecho donde tu pena tejía las últimas defensas ahora que con la boca hundida en la almohada sollozabas una súplica de oscura aquiescencia, de derramado pelo. Más tarde comprendiste y no hubo pena, me cediste la ciudad de tu más profunda piel desde tanto horizonte diferente, después de fabulosas máquinas de sitio y parlamentos y batallas. En esta vaga vainilla de tabaco que hoy me mancha los dedos se despierta la noche en que tuviste tu primera, tu última pena. Cierro los ojos y aspiro en el pasado ese perfume de tu carne más secreta, quisiera no abrirlos a este ahora donde leo y fumo y todavía creo estar viviendo.

“El amor en los tiempos del cólera” de Gabriel García Márquez (Fragmento)

...Pero fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.
Empezó con la simplicidad de la rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de lino en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo: - Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón –dijo.
Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba bajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero si tres días imperdonables, y la furia de verse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como siempre, se defendió atacando.
- Pues yo me he bañado todos estos días –gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón.
Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio. Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.
El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos resolvieron los otros, reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico:
-¡A la mierda el señor arzobispo!
El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la mierda el señor arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que estos se dieran cuenta de que no e hablaban.
Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de ir a dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que se levantara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto, pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular.
-Déjame aquí –dijo-. Sí había jabón.